martes, 9 de noviembre de 2010

Mercurio









El nórdico pegado al cuerpo y la radio sonando de fondo, la broma matutina...



Sus ojos, legañosos y apáticos, se dirigieron a la contra ventana que aun permanecía cerrada mientras se desperezaba en la cama, una línea de luz grisácea se colaba a duras penas por las paredes hasta su almohada. Se levantó descalza para abrir y volver a saltitos riéndose a la cama "con lo temprano que es"; no había parado de llover desde anoche y ahora las gotas de agua iban poco a poco acumulándose en el cristal, pegándose entre ellas, aglutinándose y conformando grupos heterogéneos que le recordaban a las fases de la coagulación antes de que apareciera la "señora fibrina". Diminutas gotas en busca de su familia lejana, la de la nube vecina, la que le vendía el pan, esas que ahora corren para unirse a la fiesta.

Recordó el día que se le rompió el termómetro de pequeña, jugaba a vendar a su hermano de arriba a abajo para inventar cualquier enfermedad o catástrofe universal que le hubiera provocado tal estado terminal. Decenas y decenas de gotas de mercurio se derramaron por el mármol blanco, casi como canicas en miniatura. Intentaba atraparlas pero se le escurrían entre los dedos, hubiese querido que esas gotas de acero hubieran permanecido allí para siempre y rodarlas una y otra vez sobre la palma, pero su madre pronto vino con la mano cargada "ZAS", colleja... y un "quita ya de ahí que no haces nada bueno", desapareció el hechizo.

Unos cuantos-bastantes años más tarde aquel espectáculo de gotas de agua asustadas, o bien ansiosas por hacer una piña con sus compañeras, le produjo la misma carcajada, esa que le hacía sentir tan bien. Era como si el tiempo se detuviera y el segundero sólo avanzase con cada sutil movimiento de gota. Deseó con todas sus fuerzas congelar ese momento. Sacó el móvil y fotografió aquellos cristales pasados por agua.

No era suficiente, necesitaba algo más físico, más material, algo que permaneciera, y no se escapara entre el cepillo y el recogedor.

Como si se le iluminase la bombilla, salió disparada y fue corriendo a la cocina para coger aquella taza ovetense, esa que "extrajo" sin querer de un quiosco a través de la reja (las ventajas de un 6 de guante) y abrió la ventana de su cuarto, se mojó la nuca al agacharse y la colocó en el balconcillo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete... Sólo siete segundos y 25 centilitros de vida llenaron la taza. Volvió a abrir, a mojarse la nuca al agacharse y a coger la taza del balconcillo. Un sorbito... La vida le sabía bien.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Singin' in the rain little Foch..

Z